Dibujo de Fiona Martínez (nov 09)

viernes, 25 de junio de 2010

Renfe patrocina: "Sopa de Caracol"

Resulta que la “sopa de caracol”, como la canción del mismo título que hace algunos años sonaba en cualquier emisora a cualquier hora, al igual que Teruel… pues existe. Y además está deliciosa. No voy a escribir mucho sobre esta tapa típica de Jaén con la que acompañan a las cañas, tan sólo mencionarlo; pero me viene bien para dar entrada a este artículo y escribir un rato mientras el tren me devuelve a Madrid.

Hummm… y si escribo de lo cómodo y molón que es viajar en tren en detrimento del avión???

(por favor, si estás leyendo esto y trabajas en Renfe, mándale un email al responsable de marketing de tu compañía para lea este articulillo y que me pongan un banner en mi blog y así me saco unos euretes, a no ser, claro está, que seas uno de esos Kamikazes que se dedican a cruzar las vías del tren en las estaciones)

Valga como ejemplo este mismo viaje: Madrid- Jaén. Llego a la estación, que está en el mismo centro de la ciudad a la que puedo acceder de mil formas y todas rápidas y baratas. Nadie me cachea ni me soba los michelines, no me descalzo ni me quito el cinturón ni tengo que enseñar a nadie mi maleta para que se entretenga observando mi habilidad revolviendo calcetines y calzoncillos con otros enseres personales. Desde que entro por la puerta del tren hasta que me siento apenas transcurren unos segundos y me ha dado tiempo a dejar mi maleta en la repisa que tengo justo encima de mi cabeza y a sacar de la misma los artículos con los que me entretendré durante el viaje. En este caso un cuaderno, mi ordenador portátil y el cable “para enchufarlo”!!!!!!!… porque es que esa es otra ventaja, buenísima y estupenda: dispongo de un enchufe para recargar el ordenador o el teléfono móvil, el secador de pelo o la termomix. Y durante todo el viaje puedo tener encendido el ordenador, mi consola de juegos, el móvil, el eBook y nadie me dice que tengo que apagarlo cuando me acerque a la ciudad de destino, ni pedir permiso ni nada parecido. El asiento es ancho, el baño es más grande que el de mi casa (aunque eso para quienes lo conocéis sabéis que no es difícil) y tiene una cafetería en la que si te lo propones puedes incluso jugar al mus mientras te tomas unas cervezas…

Inciso retrospectivo: ahhhh… aquel viaje a Alicante, en el que durante las cuatro horas de viaje Bonfiglio, Ángel, Óscar y yo jugamos aquella memorable partida!!!!

Lo mismo es esto que viajar en avión, lo mismito!!!

Si viajo en avión tengo que personarse una hora antes del vuelo, me miden y me pesan la maleta para ver si se excede unos gramos de lo reglamentario y así me pueden rejonear un poco, por cierto… alguien tiene una tabla con los kilos que cada compañía permite facturar???? Es que mi memoria es muy limitada. En el aeropuerto sí me obligan a medio desnudarte (aunque eso me encanta, algún día se me va la pinza y les enseño más de lo que quieren ver), me cachean, me hurgan en la maleta, me mangan el líquido de lentillas o el desodorante (no vaya a ser que me dé por asear o limpiarle los ojos al piloto!), si no he sido de los primeros en entrar al avión probablemente me colocarán la maleta donde a la azafata le salga de los huevos, me embuten en mi asiento en el que apenas me caben las piernas y si el pasajero que tengo delante le apetece reclinar su asiento y me pone el respaldo en el pecho… por no hablar de la comida infame que ofrecen envuelta en tres metros de plástico y con otros tantos sobrecillos de papel, del tamaño del baño, del tiempo de espera dentro del avión hasta que el piloto aparca, del tiempo que tienes que esperar tu maleta en la cinta, mientras apuestas sobre si llegará o no y en las condiciones en las que lo hará (cuando menos sucia), etcétera!!

Que sí, que me ha quedado un escribujo tedioso y pesao, pero es que estoy muy quemao con los aviones, los aeropuertos y la madre que los parió!!!

Larga vida al tren!!!!

miércoles, 23 de junio de 2010

Flashes de Estambul



El repentino despertar en mitad de la noche, rozando el amanecer, cuando un almuecín llama al rezo y me hace dudar en mi estado de somnolencia: no sé si arrodillarme y presentar mis respetos a Alá o arrancarme por bulerías. Confundido, trato de distinguir si lo que escucho es un rezo o a Camarón de la Isla en su cante desgarrado; aunque bien podría llamarse Camarón del Bósforo!!

El espectáculo de los mercados, del bullicio, de vendedores vocingleros envueltos en un millón de colores, de las especias y de las sedas, a cual más vivo y más bravo.

Los olores intensos de los dulces, de las especias, de las comidas de los puestos ambulantes o de las caballas recién pescadas que se asan en parrillas junto al puerto y que la gente come en bocadillos sentados en minúsculos taburetes. El sabor denso de los zumos de granada y de naranja recién exprimidos.

Calles abarrotadas de gentes que caminan con paso rápido, a cualquier lugar, en un caos ordenado; mientras los comerciantes me abordan, me saludan y me hablan en cualquier lengua hasta acertar con la mía. Me atosigan tratando de que les compre una alfombra, una vasija, una lámpara de latón y vidrio o para que cene en su restaurante.

Un tranvía moderno y nuevo, de trazado elegante y aerodinámico que me recuerda a un delfín se desliza suavemente sobre los raíles cruzándose en su camino con otro tranvía -que bien podría estar expuesto en algún museo del ferrocarril- y que a duras penas se desplaza sobre las vías, con un traqueteo enfermizo. Como si de una metáfora se tratara, los tranvías transportan pasajeros que muestran la transición entre generaciones y costumbres, entre el opaco velo y un ombligo joven que de forma bien visible luce un brillante piercing.

Monumentos, mezquitas y palacios centenarios que invocan al pasado, a los orígenes de Europa y Asia. Azulejos de dibujos geométricos y vistosos colores que adornan el rincón más inesperado. Joyas pesadas y recargadas y un diamante tallado del tamaño de una ciruela que habla de un imperio, del esplendor y la opulencia de siglos mejores.

La imagen en la retina de un puente sobre el mar, infectado de pescadores que día y noche proyectan sus cañas mientras los vendedores ambulantes les ofrecen té caliente y roscas de pan, con la mezquita de Aya Sofía como telón de fondo.

La amabilidad de la gente que en más de una ocasión me acompaña hasta el sitio por el que pregunté como ir. A un baño turco, por ejemplo, donde recibo una friega en condiciones y un masaje doloroso y reconfortante. Y al salir entrego la propina solicitada a hurtadillas, de contrabando.

Un almuerzo tardío en la misma orilla del Bósforo, al calor del Sol, en un restaurante de moda donde los jóvenes turcos acuden para dejar que tarde del domingo se extinga perezosamente. Risas, cigarrillos, coqueteo, hamburguesas y cervezas frías.

La vista panorámica de la ciudad desde un azotea, en la terraza de un restaurante vanguardista ubicado en una calle céntrica y comercial donde cada fin de semana dos millones de personas pasean y hacen sus compras.
Anochece, y al igual que el día, mi viaje también finaliza; y desde esa terraza contemplo un horizonte de tejados viejos y deteriorados, de antenas, de banderas turcas que ondean orgullosas y de las cúpulas de las "mil y una" mezquitas que hay en la ciudad.