Dibujo de Fiona Martínez (nov 09)

viernes, 12 de agosto de 2011

Lunch en Limerick

Preaviso, aviso y postaviso del autor:
Este escrito es sólo una excusa para probar algo que no he hecho hasta el momento: publicar un escribujo desde la distancia, traspasando fronteras, recorriendo cientos y miles de millones de kilómetros desde mi hogar... Para ello,
en lugar de picar el texto en el propio Blog y subir alguna foto o dibujo guardado en mi pc (lo habitual) mandaré el escrito y la foto por correo electrónico.
Lo malo de esta prueba tecnológica es que no hay mucho que contar, por lo que resultarán (y aquí el aviso) unos párrafos flojitos, insulsos, insustanciales y sin alma alguna (siendo muy condescendiente conmigo mismo que para eso me quiero mucho).


Que venga a Irlanda no es casualidad, visito este país dos o tres veces al año (me gusta como tiran aquí las pintas de Guinness); pero que estando aquí de vacaciones tenga una reunión de trabajo sí es algo fortuito.

Desde julio trabajo para un cliente irlandés cuyas oficinas están en Limerick, así que aprovechando este viaje vacacional hago un receso y voy a pasar la mañana con mis colegas a quienes sólo conozco por teléfono y email (ni una triste videoconferencia).

Lo de receso es por decir algo; sólo llevo un par de días de vacaciones, pero tiene sus ventajas: visito una ciudad en la que hasta ahora no he puesto un pie y por unas horas me libro de dar biberones, purés y de cambiar pañales, que no es baladí.

Cheers!

viernes, 5 de agosto de 2011

Desconstruyéndome


Estaba yo tumbado tan plácidamente en la silla eléctrica de mi dentista (por mucho que la revistan de tumbona, diván, hamaca o catre), cuando él, sin previo aviso, me inmovilizó la boca con el fórceps bucal. Hecho esto y como si la cosa no fuera con él (y disculpad mi ignorancia acerca del instrumental de los dentistas y estomatólogos) continuó llenándome la boca con algo parecido a una servilleta de silicona verde, unas plaquitas metálicas que se me clavaban en las encías y metros de hilo dental con la inestimable colaboración de su ayudante de siete manos; la misma ayudante que iba armándose de tornos, jeringas, punzones y no sé cuántos tratos más para, posteriormente, ir ofreciéndoselos a mi dentista de una manera sistemática, predictiva e incluso placentera -me atrevería a decir- observando esa mueca en su rostro muy parecida a una sonrisa.

No sé si por el efecto de la anestesia o porque mi sistema de autodefensa comenzó a funcionar, pero al igual que esas personas que relatan cómo en un instante fatídico, en el que estuvieron con algo más que un pie en la tumba, visionaron a base de fotogramas y golpes de flash toda su vida y obra, para regresar al mundo de los vivos en el último suspiro (tras haber obtenido el indulto divino)… yo disfruté de algo parecido. Y digo parecido porque yo no visioné el largometraje de mi vida; más bien un cortometraje, rectifico, documental sería un término más certero, puesto que había una temática específica: mis visitas a los centros sanitarios.

Por diversas razones y motivos soy un hombre afortunado y uno de ellos es por haber rebasado la barrera vital de los cuarenta años; ese primer test o punto de corte donde lamentablemente algunos se quedan. Aunque cabe preguntarse: en qué condiciones y a qué precio lo he rebasado?
Mientras mi dentista, ataviado con un casco de minero, seguía perforándome yo que coño sé con medio cuerpo introducido en mi boca; me dio por elaborar un listado mental de las taras con las que llego a estos cuarenta y un años y algunos meses. El resultado es el siguiente (y cito según recuerdo):
  • Empastes en varias piezas (o dientes, como decimos los ignorantes) y mi primera endodoncia; aunque ya me ha dicho mi dentista que no me preocupe, me ha prometido que no será la única
  • Rotura de la rútula derecha, consecuencia: escayola durante 40 días (y 40 noches, que no sé yo como cuenta Sabina)
  • Desgarro muscular en el gemelo derecho, que me produje -y esto tiene su gracia- el mismo día que me quitaron la escayola por la rotura anterior, la de la rótula. Lesión merecidísima, por tratar de machacar en la canasta a pesar del consejo del traumatólogo de no hacer deporte en tres semanas, pero yo, rebosante de testosterona púber, tenía que demostrar en el patio del instituto lo machote que era, consecuecia: calcifiación de ese fragmento de músculo desgarrado que aún conservo con forma de media cereza
  • Rotura del maléolo izquierdo (hueso del tobillo), con dislocación del propio tobillo y rotura de los ligamentos anteriores, posteriores, cruzados, y los ante, bajo, cabe, con, contra y desde. Reconstrucción quirúrgica, escayola y una imperceptible cicatriz con forma de siete con un millón de puntos; ni uno más, ni uno menos.
  • Fisura del dedo meñique de uno de mis pies (no recuerdo cual, aunque tampoco merece la pena, sólo fue una fisura)
  • Rotura de dos metatarsianos de mi mano izquierda. Nueva cuarentena de escayola
  • Rotura de dos huesos (no me atrevo a intentar recordar los nombres) de mi muñeca derecha. Otra ración de escayola y un espectacular progreso de mi técnica onanista con la mano izquierda
  • Tendinitis crónica en las rodillas (ambas)
  • Tendinitis crónica en los tobillos (ambos)
  • Esguince de grado dos en mis tobillos derechos (en todos)
  • Miopía severa; tantas dioptrías que podría ocupar un puesto destacado en el Consejo de Administración de la ONCE
  • Pérdida auditiva del 10 y del 15% en mis oídos (ni sé ni quiero saber con cual oigo peor)
Estoy convencido de que algo se queda en el tintero; pero no quiero dejar escapar esta oportunidad sin mencionar otros accidentes, golpes y magulladuras de todo tipo, meritorios de pódium en cualquier concurso de “Hostiazos para la posteridad” de vídeo aficionados: lápiz en el ojo con riesgo de desprendimiento de retina; tajo en dedo pulgar con sus correspondientes puntos en la Casa Socorro; trompazo con bici con pérdida de conocimiento y brecha en una rodilla (con bici existen varias anécdotas, pero destacaré sólo ésta); tijeras hincadas en una mano mientras arreglaba aparejos de pesca (incluyendo un mareo por pérdida de una considerable cantidad de sangre); añado una embestida de un coche en el que milagrosamente no me ocurrió nada, absolutamente nada; choque frontal contra un pino en los Alpes tras salirme de la pista de esquí y precipitarme por un barranco (aquí consumí otra de mis siete vidas) y, quiero finalizar este divertido y ameno listado, con esa almohadilla que a cámara lenta descendía desde el segundo anfiteatro del Santiago Bernabéu y que tan contundentemente se estampó contra mi cara, provocando mi fulminante y aparatoso derrumbe, como si de un derechazo del propio Mike Tyson se hubiese tratado.