Dibujo de Fiona Martínez (nov 09)

jueves, 23 de octubre de 2014

Corazón de regaliz


¿No os ha pasado nunca que vais a tiraros desde lo alto de un edificio cuándo sentís la vibración del móvil en vuestro bolsillo porque os han etiquetado en una foto de Instagram, la foto en cuestión os hace gracia, buscáis alguna vista interesante para replicar, os enredáis editando la foto y pensáis “venga va, ya me suicido otro día”?

A mí sí, tres veces. La última hace un rato. Aunque esto hay que matizarlo.

De mi primer intento de suicidio hará diez años; claro que entonces los móviles no soportaban aplicaciones ni Instagram existía, pero sí las fotos impresas, esas de cartulina satinada que terminan en una caja de zapatos o, en el mejor de los casos, pegadas en algún álbum. 
     Me hallaba de pie en la cornisa de una ventana, terminándome una barra de chocolate con avellanas –un último deseo- cuando percibí como un trozo de papel que bailaba mecido por el fresco viento del atardecer se aproximaba. Sólo cuando el papel estuvo a mi alcance me di cuenta de que se trataba de una fotografía. Intrigado, esperé a que la foto estuviera lo suficientemente cerca de mi mano para cogerla, no fuera a caerme (ya me tiraría yo después). 
     Oh sorpresa!!! Era una fotografía de mí, allí subido en la cornisa de la ventana, que alguien me habría hecho un par de minutos antes. Miré al frente, pero sólo pude ver una ventana abierta de par en par, tenuemente iluminada, rodeada de otras ventanas cerradas y en penumbra.

La segunda vez que traté de matarme se remonta a cinco años atrás. El mundo contaba con tantos teléfonos móviles como terrícolas e Instagram sólo era el sueño de dos muchachos mal afeitados encerrados día y noche con sus ordenadores en algún garaje de Silicon Valley… el eterno tópico. 
     En esta ocasión no se trataba de la cornisa de una ventana, sino de una piscina vacía y de un trampolín lo suficientemente alto para mi propósito. Tampoco tenía un pedazo de chocolate, sino un té con limón, servido en una taza y un plato de fina porcelana; taza que yo sostenía estirando el dedo meñique tanto como podía. Entre sorbo y sorbo miraba hacia el suelo, decidiendo si me dejaba caer a plomo, así sin más o si –dado el sitio elegido- intentaba algo con un mínimo de elegancia y durante mi descenso me adornaba con algunas volteretas y tirabuzones. 
     Apuraba mi té cuando, de nuevo la vibración del móvil, me avisó de que había recibido un email. El email consistía en una frase y una fotografía. La frase, de una única palabra, imploraba: “sálvame”. La foto era la de una chica subida en la misma cornisa en la que yo estuviera años atrás. La chica vestía una sudadera gris con capucha por lo que no pude ver su rostro. Evidentemente cuando llegué para tratar de evitar la tragedia ella no estaba. En la cornisa de la ventana lo único que encontré fue el contorno de un corazón hecho con regaliz rojo. Me senté en el suelo de la habitación y me comí el regaliz mirando la foto y pensando lo irónico que resultaba que la chica, una desconocida pidiendo auxilio, me había vuelto a salvar y por segunda vez.

El tercer intento de suicidio frustrado -cuando consultar y usar Instagram es parte de nuestra tecnorutina- ha ocurrido hace un par de horas y el lugar escogido ha sido un puente sobre la autovía. Desde allí miraba al horizonte y elegía un punto cualquiera. Observaba como el punto se iba acercando y como poco a poco el punto iba adquiriendo la forma de un coche. Después le seguía con la mirada hasta que pasaba bajo el puente y le perdía de vista. Decidí que me tiraría cuando pasara un coche amarillo, por darle un poco de emoción al tema.
     Cuando agarraba la barandilla del puente para saltarla y dejarme caer al vacío mi teléfono emitió su salvadora vibración. Un mensaje en la pantalla de mi móvil me avisaba de que había sido etiquetado en una foto de Instagram (esta vez sí).  
     En la foto puede verse una par de sillas y una mesa preparada para comer, con mantel, dos vasos y un par de platos. En los platos hay unas barras de regaliz rojo. Y en una de las sillas está la chica de la sudadera gris, esta vez sí, sonriéndome a cara descubierta.


jueves, 26 de junio de 2014

el sopapo

Sonaban las notas de su canción favorita y bebió el licor de las ocasiones especiales, ese que desde el primer trago le atizaba un latigazo entre las cejas, un shock & roll para sus neuronas;
pero la pantalla, otrora el folio, seguía de un blanco insultante, una daga en su orgullo.

Estaba por levantarse cuando la mosca con un descenso grácil se posó en su pantalla.

La norma establecía que antes de acertar al insecto con el manotazo habría de intentarlo un millón de veces; pero el día no estaba para normas por lo que el palmetazo reventó al bicho.

La sangre, esparcida aleatoriamente, compuso un extraño dibujo, aunque cuando nuestro personaje se fijó con atención comprobó que no era tal el dibujo, sino letras; letras que formaban palabras, frases, un párrafo. Y por increíble que parezca el párrafo tenía coherencia y sentido...

domingo, 20 de abril de 2014

tres, treinta y tres, trescientos treinta y tres

Ataviada con su camiseta de rayas horizontales y los pantalones que alguna vez fueron verdes, se preparó la infusión en su taza favorita, la que le regalara aquella persona de quien guardaba tan gratos e inolvidables recuerdos. Se puso la música de siempre y leyó algunos versos del autor que la transportaba a otra realidad

Lograda la atmósfera que necesitaba para crear cogió uno de los lápices, cerró los ojos y se concentró, buscando esa oscuridad interior que tantas veces le ayudaba a romper el lienzo en blanco.


Con los ojos aún cerrados, según apoyó la mina sobre la tela, supo que había algo diferente. Las sensaciones que recibía eran nuevas, nada que ver con lo que había percibido en otras ocasiones. La mano, cobrando vida propia, dejó de obedecer a la mente y trazó líneas que la artista no entendía. 

El gesto, contrito y concentrado, reflejaba su estado de ánimo y las gotas de sudor que resbalaban por su cara se estrellaban en el suelo. Deseaba abrir los ojos y observar que estaba dibujando, pero se resistía, prefería seguir a ciegas y que su mano siguiera creando bajo esa extraña inercia. 

Minutos después se detuvo. Repentinamente. Del cien al cero, sin velocidades intermedias. Y ella supo que había llegado el momento de comprobar el resultado del viaje. 

Se tomó unos segundos para respirar profundo y serenarse y cuando al fin abrió los ojos su primera impresión fue la de encontrarse ante algo que le resultaba familiar. El dibujo mostraba una extraña e irregular figura. No supo reconocerlo. No supo que representaba o qué podría significar aquel contorno, a pesar de que lo observó y estudió desde diferentes ángulos y distancias, desde diferentes perspectivas.

Cansada y un tanto inquieta salió a la calle para despejarse. Llovía. Caminó con paso lento y sin cubrirse, permitiendo que la lluvia empapara su cabello y calara sus ropas, que el frío la reactivara.

De nuevo en casa, tras una ducha caliente, recibió una llamada. Miró el teléfono antes de contestar. Una llamada internacional desde un número desconocido. Dudó. Descolgó y al escuchar como la saludaban por su nombre volvió ante su cuadro y -con cierto estupor- continuó la conversación.

Minutos más tarde, mientras le contaba por teléfono a su mejor amiga que la acababan de contratar para un proyecto en Argentina, cogió una chincheta azul. Recorrió su dibujo con la vista una vez más y cuando encontró las coordenadas que buscaba clavó la chincheta en el lienzo, situando a Buenos Aires en ese mapa que horas antes había realizado.

(NOTA: foto de Eva Raboso)