Sobre el escritorio podían verse algunos objetos,
ordenados de manera escrupulosa. Junto a la pantalla del ordenador, a ambos
lados, un par de altavoces. Pegando al altavoz izquierdo un pequeño cactus,
plantado en un minúsculo cubo de hojalata, que si aún perduraba era más por su valor sentimental que por el ornamental. Junto al
cactus un tarro de cerámica con diversos útiles de escritura, lápices de madera,
bolígrafos, rotuladores, un par de estilográficas ya jubiladas y unas tijeras. Entre ambos objetos se hallaba una lámpara de escritorio, clásica, con cuerpo de latón y pantalla
de vidrio verde. Junto al altavoz derecho podía verse un portarretratos con la
foto de una familia en la playa, a la luz del atardecer, un matrimonio con tres críos. Se
mostraban felices y dichosos, los críos riendo y jugando, posiblemente haciendo
caso omiso al fotógrafo quien lo más seguro les pedía un instante de quietud y
tranquilidad para poder tomar la fotografía. Los padres sonreían complacientes;
divertidos ante la espontaneidad de sus hijos. Sobre la mesa, próximo al portarretratos, un teléfono de sobremesa y un fajo de cartas abiertas y guardadas
nuevamente en sus sobres. Frente a la pantalla del ordenador el teclado y sobre
el teclado reposaba la cabeza inerte de un varón de cuarenta años, con un agujero
limpio y oscuro en la sien, del que aún manaba un hilo de sangre, hilo que alimentaba el charco que poco a poco se iba extendiendo por la mesa.