Una novela que comenzó siendo negra, que evolucionó hacia lo amarillo (según se iban exponiendo con mayor grado de detalle las descripciones de los asesinatos) y que terminó siendo rosa cuando McGregor, el duro detective de mandíbula esculpida en granito, trajes prietos y comportamiento espartano se enamoró como un colegial y se entregó a la efervescencia y a los caprichos de los amores correspondidos.
En realidad Lafu había intentado dedicarse a todo aquello que se correspondiera con su imagen: cierto estilo underground. Un estudiado desaliño de ropas que parecían no casar entre sí, media melena cuidadosamente despeinada y barba de algunos días. Bien podría decirse que lo que más le preocupaba a Lafu era su imagen y lo que menos a qué dedicarse; siempre que su profesión acompañara a esa imagen a la que tanto apego tenía. Así pues, la carrera de Lafu se componía de oficios de lo más dispar: trompetista de jazz, fotógrafo publicitario, dibujante para revistas, diseñador de jardines, pintor de estilo personalísimo y ahora escritor.
Escritor de su inacabada novela y de alguna que otra reseña cultural en revistas de poca tirada, escasamente conocidas y apenas leídas por los familiares (y sólo los más allegados) de los articulistas y redactores que con tanto entusiasmo escribían sus cosillas para dicha revista.