El repentino despertar en mitad de la noche, rozando el amanecer, cuando un almuecín llama al rezo y me hace dudar en mi estado de somnolencia: no sé si arrodillarme y presentar mis respetos a Alá o arrancarme por bulerías. Confundido, trato de distinguir si lo que escucho es un rezo o a Camarón de la Isla en su cante desgarrado; aunque bien podría llamarse Camarón del Bósforo!!
El espectáculo de los mercados, del bullicio, de vendedores vocingleros envueltos en un millón de colores, de las especias y de las sedas, a cual más vivo y más bravo.
Los olores intensos de los dulces, de las especias, de las comidas de los puestos ambulantes o de las caballas recién pescadas que se asan en parrillas junto al puerto y que la gente come en bocadillos sentados en minúsculos taburetes. El sabor denso de los zumos de granada y de naranja recién exprimidos.
Calles abarrotadas de gentes que caminan con paso rápido, a cualquier lugar, en un caos ordenado; mientras los comerciantes me abordan, me saludan y me hablan en cualquier lengua hasta acertar con la mía. Me atosigan tratando de que les compre una alfombra, una vasija, una lámpara de latón y vidrio o para que cene en su restaurante.
Un tranvía moderno y nuevo, de trazado elegante y aerodinámico que me recuerda a un delfín se desliza suavemente sobre los raíles cruzándose en su camino con otro tranvía -que bien podría estar expuesto en algún museo del ferrocarril- y que a duras penas se desplaza sobre las vías, con un traqueteo enfermizo. Como si de una metáfora se tratara, los tranvías transportan pasajeros que muestran la transición entre generaciones y costumbres, entre el opaco velo y un ombligo joven que de forma bien visible luce un brillante piercing.
Monumentos, mezquitas y palacios centenarios que invocan al pasado, a los orígenes de Europa y Asia. Azulejos de dibujos geométricos y vistosos colores que adornan el rincón más inesperado. Joyas pesadas y recargadas y un diamante tallado del tamaño de una ciruela que habla de un imperio, del esplendor y la opulencia de siglos mejores.
La imagen en la retina de un puente sobre el mar, infectado de pescadores que día y noche proyectan sus cañas mientras los vendedores ambulantes les ofrecen té caliente y roscas de pan, con la mezquita de Aya Sofía como telón de fondo.
La amabilidad de la gente que en más de una ocasión me acompaña hasta el sitio por el que pregunté como ir. A un baño turco, por ejemplo, donde recibo una friega en condiciones y un masaje doloroso y reconfortante. Y al salir entrego la propina solicitada a hurtadillas, de contrabando.
Un almuerzo tardío en la misma orilla del Bósforo, al calor del Sol, en un restaurante de moda donde los jóvenes turcos acuden para dejar que tarde del domingo se extinga perezosamente. Risas, cigarrillos, coqueteo, hamburguesas y cervezas frías.
La vista panorámica de la ciudad desde un azotea, en la terraza de un restaurante vanguardista ubicado en una calle céntrica y comercial donde cada fin de semana dos millones de personas pasean y hacen sus compras.
Anochece, y al igual que el día, mi viaje también finaliza; y desde esa terraza contemplo un horizonte de tejados viejos y deteriorados, de antenas, de banderas turcas que ondean orgullosas y de las cúpulas de las "mil y una" mezquitas que hay en la ciudad.
Preciosa descripción....casi, casi, me sentí allí....
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